El León Interior

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Capitúlo 1

LEO CAMINA POR EL ESTACIONAMIENTO mirando las ventanas de los automóviles al pasar. Es difícil dejar atrás ciertas costumbres. No a causa de su pasado delictivo, cuando hubiese abierto un vehículo para robar algo, o para darle su merecido a quien se lo buscase, sino por su trabajo. Había pasado demasiadas horas sacando criaturas del interior de autos a temperaturas elevadas.  

Detesta a las personas que dejan a sus perros dentro del auto, con una ventana casi cerrada, para meterse en la tienda «por un minuto», dejando al pobre perro sofocándose dentro del auto con una temperatura de cincuenta grados centígrados. Muchos de esos animales murieron. ¿Y cuántos más de los que jamás se enteró, cuyos propietarios, corroídos por la culpa, enterraron a sus perros en el patio trasero?

De modo que incluso ahora, fuera de servicio, Leo tiene la costumbre de pasar y observar si hay algún animal adentro de los vehículos por si han dejado algún animal atrapado. De todos modos, no hacía tanto calor. Probablemente la temperatura dentro de un auto no pasaría de los treinta y ocho grados, pero igualmente es bastante para un animal, sobre todo para uno que no puede sudar.

Los vidrios de las ventanillas le devuelven su propia imagen. Un rostro muy joven. Cuando está con los muchachos a la salida del secundario, no es difícil confundirlo con un adolescente más, aunque él sea el entrenador. Tiene cabello oscuro que lleva cortado al estilo militar. Incluso en el reflejo deformado de los vidrios puede ver las cicatrices en su rostro.

Al pasar frente a uno de los autos Leo escucha un ruido, una especie de gemido, un sonido ahogado. Se detiene y frunce el ceño mientras escudriña por la ventana. ¿Es un perro? Suena más bien como un gato. Que la gente deje a sus gatos en el auto es menos frecuente, pero también sucede.

¡La gente es estúpida! En lugar de dejar a sus mascotas en su casa, donde están a salvo y cómodos, las suben al coche para que se sofoquen de calor mientras ellos van de compras. Leo mira a su alrededor. Sea quien sea el dueño del auto no lo ha visto merodear alrededor de su vehículo.

Vuelve a mirar por la ventanilla. No ve a ningún animal, pero definitivamente escucha un sonido. No parece el sonido de un perro adulto, tampoco el de un gato. Más bien da la impresión de que algo lo amortigua, como si el animal que gime estuviese cubierto por una manta o algo. ¿Un animal en el baúl? Por lo general los dueños de mascotas se engañan a sí mismos pensando que son buenos con sus amigos peludos. Leo siente el pecho apretado, la respiración acelerada.  

¿Cómo puede alguien hacer ser tan tonto y egoísta?

Leo observa un bolso de gimnasio que hay entre el asiento trasero y el del acompañante. Escucha atentamente: está seguro de que el sonido sale de allí. ¿Quién metería a un animal en un bolso en el asiento trasero?

Nuevamente recorre el estacionamiento con la mirada. Nadie lo observa; nadie nota que está mirando el interior del auto. A nadie le inquieta el sonido, o quizá ni siquiera lo notan.

Ni siquiera se molesta en llamar a la policía o al departamento de bomberos. Su rabia se dispara porque conoce la respuesta de antemano: «No podemos forzar un vehículo», «Haz lo que te parezca, nosotros no podemos hacer nada».

Nadie quiere meterse. Los servicios de emergencia están sobrecargados, no quieren saber nada con animales atrapados, mucho menos asumir la responsabilidad de forzar la entrada a un vehículo privado.

Leo respira profundo, y sin pensarlo dos veces —lo que probablemente hubiese redundado en hacer las cosas de otra manera— golpea la ventanilla del acompañante con el codo. Tiene que darle dos golpes con toda su fuerza a la ventana antes de que estalle en pedazos. Siempre ha dudado, el primer golpe no debe ser muy fuerte. El vidrio es más resistente de lo esperado, las ventanillas de los autos están diseñadas para resistir hasta un punto específico.

Leo mete el brazo y abre la puerta del acompañante, a continuación, abre desde dentro la puerta trasera. Con gran delicadeza toma el bolso de gimnasio del piso del auto. No quiere lastimar a las mascotas. Lo apoya en el asiento trasero para abrirlo con toda delicadeza, del mismo modo aparta el cobertor de franela que hay dentro.

—¡Aaah! —exclama sorprendido. 

No es una sorpresa menor para alguien que esperaba encontrar cachorros abandonados. Vaya si esto es inesperado: un bebé. Nada de cachorritos, un bebé humano. Abandonado dentro de un bolso de gimnasio en el asiento trasero de un auto hirviente, como si de un par de zapatillas deportivas se tratase. ¿Qué clase de basura humana sería capaz de semejante cosa?

¿Será acaso un secuestro?

¿Una madre primeriza que tuvo familia en algún baño público de quién sabe dónde y no supo qué hacer? Estaba tan sorprendido que no podía creer lo que tenía delante.

Un bebé en un bolso deportivo. En el asiento trasero de un auto.

No había ninguna silla de bebé en el auto. Evidentemente no se trataba de alguien que estuviese acostumbrado a transportar bebés.

Luego de haber respirado profundamente un par de veces, Leo hace el esfuerzo de observar con atención al bebé, de examinarlo.

No se trata de un bebé prematuro dado a luz en un inodoro. No hace falta ser un experto en bebés para darse cuenta de que este está demasiado limpio, además la carita y la cabeza eran demasiado redondas para ser un recién nacido. Aunque es pequeñito todavía. El cabello de la cabeza, espeso y obscuro, parecía fuera de lugar, como si alguien se lo hubiera pegado con goma como si de una peluca se tratase. La boca abierta como buscando alimento, los ojitos cerrados por el llanto. 

El llanto es calmo, más bien cortitos sollozos ahogados.  Este no es de los que lloran. ¿Cuánto tiempo llevaría en el automóvil? Le toca la piel, está tibio al tacto. ¿Demasiado tibio? ¿Cómo estar seguro? Es lo que parece. La piel está seca, no empapada de sudor.

De haberse tratado de un perro hubiese revisado la nariz para saber si estaba seca y cuánto jadeaba. 

Aparta más la cobija de franela para que respire aire fresco. Los sollozos se interrumpen momentáneamente para reiniciar enseguida. 

—Shhh, está bien —intenta consolarlo, mientras se pregunta si realmente está bien. Ahora sí tiene una emergencia médica entre manos. Ahora sí sabe que tiene que llamar 911. 

¿Qué idiota deja a un bebé en un auto?

¿Qué crees que estás haciendo? —exclamó una estridente voz femenina que vino a interrumpir sus pensamientos. —¡Aléjate de mi auto! ¿Qué crees que estás haciendo?

Leo se vuelve a mirarla. Se trata de una mujer joven, rubia, de facciones delicadas que corre hacia él; muy poco prudente de su parte acercarse así a un individuo que acaba de abrir su auto, pero ella no parece temerosa. De hecho le habla en tono de reproche.

—¿Qué crees que estás haciendo? —repite ella. Ve que la ventanilla del asiento del acompañante está rota, los trocitos de vidrio desparramados por el pavimento y el asiento. —¿Tú has roto la ventana? ¿Quién crees que eres? ¡Vete de aquí antes de que llame a la policía!

De haber querido hacerlo ya lo hubiese hecho. No se defendió de él con uñas y dientes, por lo cual debería sentirse afortunado.

—¿Este bebé es suyo? —interroga Leo mostrándole a la criatura.

Ella abrió los ojos sorprendida, Leo supo que no tenía idea de cómo había llegado allí ese bebé.

¿Y si no era su auto?

¿Si lo había robado desconociendo el contenido del bolso en el asiento trasero?

¿Y si el auto lo había robado su novio y ella lo había tomado prestado sin tener idea de lo que contenía? Ella mira el bolso en el asiento trasero confundida.

—Ese bolso es mío —dice ella. —¿Qué haces con mi bolso? ¿Tú has hecho esto?

—Señorita —gruñe Leo —había un bebé ahogándose dentro del auto. ¿Por qué mejor no me dice qué está sucediendo aquí en lugar de hacer acusaciones?

Ella lo observa con las cejas arqueadas de asombro, luego mira a su auto, la ventana rota, y al bolso deportivo. Se desmorona, la ira va dejando lugar a la derrota y la tristeza.

—Es mía —dice ella.

Leo no puede ocultar su sorpresa: ya había asumido que ella no era la madre y que no tenía idea de que había un bebé en el asiento trasero.

—¿Qué está sucediendo? Esto no tiene sentido.

Ella toma al bebé entre sus brazos, Leo no la detiene. Se recuesta contra el auto, parece exhausta. Acaricia la mejilla de la bebé con un dedo.

—¿Estás bien, Juleen? —susurra. —¿Qué te pasó? ¿Cómo entraste al auto y te metiste en el bolso?

La mujer mece a la bebé, calmándola con voz susurrante. Leo observa asombrado, siente cómo la adrenalina empieza a bajar.

—¿Cómo es esto? ¿Dónde dejó a la bebé? ¿A cargo de quién la dejó?

—No lo sé… —contesta ella totalmente dispersa, mientras Leo se pregunta si está bajo el efecto de alguna droga. —¿La has puesto tú aquí? —acusa ella.

—No. ¡Si acabo de salvarla! Yo la saqué del auto. ¿Es consciente de que podría haber muerto ahí dentro?

—Sí, lo sé. Gracias. No sé cómo ha podido suceder esto. No sé qué habría hecho si tú no la hubieses encontrado.

Leo sacudió la cabeza. —¿Quién se supone que estaba a cargo de cuidarla? —repite la pregunta tratando de llegar al fondo de este misterio.

—Nadie. Solo yo.

—¿Cómo que nadie? ¿Y cómo se metió en el bolso entonces? ¿No la metió usted?

Ella observa el bolso confundida.

—No lo sé. Es posible. No lo recuerdo.

—¿No lo recuerda? —repite Leo subiendo el tono de voz.

Le hubiese gustado tomarla por los hombros y darle una buena sacudida para hacerla reaccionar.

—¿Usted se fue de compras y olvidó que había dejado a su bebé en un bolso? ¿Dónde está la silla de bebé?

El muchacho cerró los puños en un intento por controlarse.

—¿Qué demonios pensaba?

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. —No lo sé. No recuerdo nada. Solo sé que he llegado aquí. No lo recuerdo.

—¿Dónde está la silla de bebé del auto?

—No uso una.

—¿Y cómo se supone que sale con ella en el auto si no tiene una silla para bebé? ¡Tiene que tener una!

—Sí, —admite ella. La chica mira en dirección al Wal-Mart. —Debería ir a comprar una. Quizá vine aquí a eso. Cuando llegué a la tienda había olvidado lo que vine a comprar.

—¡Demonios! —estalló él. —¿Tengo que llamarle a alguna ambulancia o algo? ¿Le está dando un ictus o siempre es así de tonta?

—Estoy… estoy pasando por un momento difícil —dice ella meciendo a Juleen, susurrándole suavemente. —¿Me ayuda a comprar una sillita? 

—¿Una silla de bebé para el auto?

Ella asiente. Leo la mira, mira a la tienda, y mira a la bebé.

No puede dejarla sola en este momento. Siente que si la acompaña a ella y a la bebé un rato podrá determinar qué debe hacer, cómo proceder a continuación, si llamar a una ambulancia, a la policía, o a la oficina de servicios sociales.

—Está bien, voy con usted —contesta más calmado. A continuación, cierra la puerta del auto. El bolso queda sobre el asiento, y los trocitos de vidrio por todas partes. A ella no podría importarle menos, simplemente se da vuelta y empieza a caminar hacia la tienda. Leo la sigue.

—¿Y cómo te llamas? —pregunta él, caminando a su lado.

—Elizabeth —contesta ella. —Hola.

—Hola, me llamo Leo.

—Puedes llamarme Lizzie —contesta Elizabeth.

—Está bien, Lizzie. ¿Cuánto tiene Juleen?

Ella le devuelve una mirada confundida.

—Tu bebé, cuánto tiene tu bebé… —repite Leo señalando a la bebé.

—Oh, —dice ella, mirando a la bebé entre sus brazos. —Tiene unos días. No recuerdo la fecha… ¿Qué día es hoy?

—Jueves.

—Oh, —asiente ella. —Está bien.

Entran a la tienda, ella empieza a caminar. —Bien… ¿Qué se supone que he venido a comprar? 

—Una sillita de bebé. Para el auto.

—Cierto. —dice ella mientras parece reaccionar algo más coherente —Una sillita para bebé. Para Juleen.

Empiezan a caminar hacia el departamento de artículos para bebés.

—¿Estás tomando alguna medicación? —pregunta Leo.

Ella asiente con cierta vaguedad. —Sí.

—Pareces tener problemas de memoria. Deberías hablar con tu doctor al respecto. No es normal que alguien olvide que tiene un bebé. No es bueno.

Decir que no es bueno es quedarse corto, pero no estaba seguro de cómo discutir este tema con ella. ¡Por supuesto que ella debería darse cuenta de que lo que había hecho estaba mal!

—Hablaré con mi doctor, —dice ella —apenas encuentre un lugar donde quedarme.

—Oh ¿Eres nueva en la ciudad? ¿Acabas de mudarte?

—Sí, he estado viviendo en el extranjero.

—En el extranjero. ¿En algún sitio donde no usan sillas para niño en el auto? —pregunta Leo con sorna.

—En Irak. No, no usan.

—Oh. ¿Y qué hacías allí? ¿Acaso eres reportera? 

¿Qué profesión podría tener esta rubia de aspecto tan frágil para estar en Irak tan cerca del nacimiento de su hija? No se le ocurría nada.

—No, soldado. Soy… era del ejército.

Leo la mira como si estuviese bromeando. ¿Esta pequeñita bomba rubia con la cabeza en las nubes? Pero ella parecía hablar completamente en serio. Se detienen frente a las sillitas para bebé en silencio.

—Así que en el ejército, —repite Leo luego de un par de minutos de silencio, mientras recorre las distintas sillitas para la venta. —Casi hasta el nacimiento de tu hija? Supongo que… tu esposo estaba en el ejército. ¿Él estaba en el ejército y tú lo fuiste a visitar?

—No, yo era un soldado.

—No puedes estar en el ejército embarazada.

—No, por supuesto —asintió Elizabeth.

Leo la observa asombrado. Por supuesto que no podía, y sin embargo ella lo había hecho.

—¿Qué te parece esta? —dice Elizabeth mirando una sillita rosa. Leo mira la silla y se encoge de hombros.

—Ahí pone «Para recién nacidos», supongo que está bien.

—Excelente. Me gusta esa.

Él levanta una de las cajas. —Muy bien, te llevas esta. ¿No necesitas nada más? ¿Tienes ropa, pañales, cobertores y esas cosas? ¿Fórmula y biberones?

—Sí, me compraron un montón de cosas —dice ella con cierta vaguedad. —Creo que tengo todo lo que necesito. Solo me faltaba la sillita para el auto.

—Bien, vamos a la caja entonces.

Caminan hacia la caja, por momentos Leo la acompaña, por momentos la guía mientras ella llega a la fila. Sorprendentemente se las arregla para pagar la sillita sin ninguna dificultad.

La acompaña hasta el auto e inmediatamente se hace cargo de la situación: abre la caja de cartón y lee las instrucciones, que más bien parecen planos de ingeniería. Pone la silla en al asiento trasero del auto, en el centro, y usa el cinturón de seguridad para asegurarla.

—Listo —dice. —Creo que está listo.

—Gracias por tu ayuda —responde ella con suavidad. Se inclina para poner a Juleen en la sillita.

—Eh… ¿Quieres tomar un café o algo? —sugiere Leo, que siente la necesidad de vigilarla un poco más antes de decidir que está en condiciones de hacerse cargo de Juleen y no dejar a la bebé olvidada en algún lugar. —¿Puedo comprarte algo de comer? Todavía está tibio para Juleen; quizá deberíamos ir a algún lugar con aire acondicionado para asegurarnos que esté bien hidratada —dice Leo. Elizabeth asiente.

—Deberías alimentarla —dice Leo con toda seguridad. —¿Estás… tú sabes… le dándole el pecho?

—Oh, sí —asiente ella.

—Excelente —dice Leo, que ya ha visto que ella no tiene ningún biberón a la vista, tampoco una bolsa de pañales en el auto. —Y lo de tu medicación… ¿va bien?

—Sí, cambiaron todas mis píldoras para no afectar a la bebé. Pero lleva tiempo encontrar la combinación correcta, y que las dosis funcionen… ni te imaginas los efectos secundarios…

Entre «efectos secundarios» debería figurar olvidar al bebé en el auto.

Ella se muestra conforme con que él lleve el bolso de gimnasio para volver a entrar a la tienda. Leo se queda en el auto un momento, preguntándose qué tan seguro es dejar el auto con el vidrio roto y una sillita de bebé nueva en el asiento trasero en el estacionamiento. Se encoge de hombros y la sigue a la tienda, dejando el auto en el estacionamiento.

Toman asiento en la plaza de comidas, con una copa de café y una galletita cada uno. Juleen, envuelta en la manta, comienza a dar indicaciones claras de que tiene apetito. Leo reflexiona sobre la situación de Elizabeth.

—¿Y dónde está el padre? —pregunta Leo.

—¿El padre de quién? 

—El padre de Juleen. ¿Está aquí o todavía en Irak?

—En Irak, supongo —contesta encogiendo los hombros.

Leo sacude la cabeza, el ceño fruncido. —¿Se conocieron en el ejército? —insiste. —Siempre pensé que no tenían permitido… ¿cómo se dice? ¿Confraternizar?

—Sí. Son muy estrictos al respecto. No puedes involucrarte con un oficial a cargo, ni con nadie de tu escuadrón. Y no puedes… Se supone que no puedes relacionarte con los locales tampoco. No quieren que los soldados mujeres queden embarazadas o se agarren alguna enfermedad. Ni dejar a una local embarazada, en el caso de un soldado.

—¿Y entonces cómo fue la cosa? ¿O estabas embarazada antes de volar a Irak?

—No estoy segura.

—Bueno, ¿cuánto hace que saliste?

—Hace unos nueve meses.

Leo asintió con la cabeza lentamente. —Supongo que eso es un problema, entiendo. Es pequeña. ¿Nació prematura?

—Pesó menos de dos kilos y medio, pero sus pulmones funcionan perfectamente. La mantuvieron lo más tibia posible antes de colocarle un respirador. Enseguida volvimos al país.

—¿De modo que llevas unos pocos días aquí?

Ella asiente.

—Y no sabes si el padre es alguien de aquí o alguien del ejército…

—No.

—Entiendo…

A ella no parece molestarle que él se entrometa en asuntos que definitivamente no son de su incumbencia. Sus preguntas sobre su vida sexual no parecen incomodarla en lo más mínimo. Pero por otro lado, Leo no estaba seguro de que ella comprendiese todo lo que estaban hablando. Si bien él no sabe cuál es el coeficiente intelectual mínimo requerido para entrar al ejército, pero ella parece estar algo por debajo, por no decir otra cosa.

—¿Y por qué te enviaron a casa antes de que Juleen naciera? —pregunta Leo frunciendo en ceño. ¿Será todo una gran mentira? Le cuesta imaginársela en Irak esquivando balas en una trinchera, claramente embarazada, y que el ejército no la mande a casa.

—Nadie supo que estaba embarazada hasta que la tuve.

—¿Nadie se dio cuenta? —pregunta Leo levantando la voz. —¿Cómo te las arreglaste para esconder la barriga?

—Bueno… a algunas mujeres no se les nota.

Ante la mirada de desconfianza de Leo ella se acerca, por primera vez disfrutando su consternación, y de algún modo reconociendo su justificada sorpresa ante la situación.

—Me las arreglé para ocultarla. Empecé a usar un uniforme más grande, y al principio pensé que estaba ganando peso por los nervios. A muchos soldados les pasa, ya sabes. Es como cuando los estudiantes suben de peso durante el primer año de estudios. Muchos soldados suben de peso, de modo que yo empecé a usar un uniforme más grande y a controlar mis comidas para no engordar más de lo necesario —dice sonriendo.

—Nadie se dio cuenta. Ni siquiera yo.

—¿Cómo no te diste cuenta?

—Bueno, nunca dejé de tomar la píldora, de modo que nunca tuve el período. Solo subía de peso, ya sabes, dolor de espalda, pies hinchados, ese tipo de cosas. ¿A qué soldado no le duelen los pies?

—¿Y cuándo te diste cuenta? ¿Cuándo le dijiste a alguien?

Elizabeth levantó las cejas y se echó a reír.

—Estaba yo en las trincheras cuando empecé a sentir unos dolores abdominales horribles. Al principio pensé que había recibido metralla, pero cuando me miré no tenía ninguna herida. Luego pensé que podía ser culpa de algún alimento en mal estado, incluso pensé en armas químicas. También pensé que podría tener apendicitis. Estaba doblada de dolor, no podía moverme, gritaba de dolor. Nadie sabía qué me pasaba. Me subieron a un camión con soldados heridos y me llevaron a la tienda que servía de hospital. Allí me examinaron y me dijeron que lo que tenía eran contracciones. No podía creerlo. Me parecía absurdo. Me dieron un estetoscopio para que escuchase el corazón de mi bebé —A Elizabeth se le ilumina la cara mientras lo cuenta. —Eso fue lo más increíble que me pasó en la vida. ¡No te imaginas lo que es darte cuenta de que tienes una personita creciendo dentro de ti! ¿Una vida nueva dentro de tu propio cuerpo, y tú ni te lo imaginabas?

—¿Y que se te aparezca a los diez minutos? —replicó Leo secamente.

—Oh, no. Tardó más. Estuve en trabajo de parto por… varias horas… o días… no estoy segura de cuánto duró. Y cuando nació la pusieron entre mis brazos —Elizabeth sacude la cabeza asombrada, los ojos brillantes. —Me encanta la idea de ser madre.

Leo analiza sus palabras que acaba de escuchar: le encanta la idea de ser madre, no el hecho de ser madre. No dijo que amase a Juleen, le encanta la idea de ser madre. Hasta que no asuma que ya es madre, y de las responsabilidades que eso implica, estará en problemas. Debería ponerse en contacto con servicios sociales. No se perdonaría nunca si permitiera que ella lastimase o abandonase a Juleen. Si algún día llegase a leer en el periódico que han encontrado a un bebé en una lata de basura, dentro de un automóvil o en su cuna en estado de descomposición… No puede dejarla sin contarle a nadie.

—De modo que te gusta ser madre —pregunta él.

—Totalmente. Es como tener una muñeca viva. Es el sueño de toda niña, ¿no?

—Pero tú ya no eres una niña.

En ese momento el rostro de ella se transforma, los labios apretados como los de una niña de seis años a la que le han dicho que es hora de devolver el gatito con el que ha estado jugando luego de que ya quiere llevárselo a casa.

—Elizabeth…

—Lisbet —sugiere ella. —Me gusta más que Elizabeth.

Minutos antes le había pedido que la llamase Lizzie. Ahora era Lisbet.

—Lisbet, —le dijo él amablemente —me preocupa mucho lo que sea de ti y Juleen.

—Pero estoy bien —insiste ella con ojos seductores. —Soy muy buena en esto de ser madre.

—Me dijiste hace un rato que tomabas medicada —dice Leo mientras la mira darle un mordisco a su galletita. 

—Cierto, pero eso no tiene nada que ver con el hecho de que sea buena madre —exclama ella asintiendo. 

—¡Tiene que ver si te hace olvidar de que la tienes, o la dejas dentro de un bolso en la parte trasera del automóvil!

Ella tuerce los ojos, sus mejillas se ponen coloradas y sacude la cabeza.

—Madame siempre decía que yo era muy distraída.

—¿Quién es Madame?

—Una de mis madres adoptivas. Siempre me decía que yo revoloteaba de una cosa a la otra y siempre olvidaba todo. Que dejaba la ropa en el lavarropas pudrirse, que olvidaba la tarea de la escuela en casa, que empezaba cosas y no las terminaba…

—Pero no estamos hablando de una tarea escolar. Hablamos de una bebé. Podría haber muerto en el auto.

—Pero tú la salvaste —protesta Elizabeth. —¡Eres como un superhéroe! Mi superhéroe. ¿Cómo te diste cuenta de que estaba allí?

Ahora él se sonroja; siente como hierven sus mejillas y sus orejas.

—Soy un oficial de control animal —explica. —Tengo facilidad para darme cuenta de cuando las personas dejan a sus mascotas en el automóvil. La escuché llorar y reaccioné.

—¿Eres de esos que atrapan perros? —pregunta ella, en un tono diferente a cuando lo declaró superhéroe, con un tono ligeramente distante.

—Bueno… sí.

Leo sabe que no es un trabajo muy romántico. Rescatista de perros. Las personas lo ven más como un villano que como un héroe. Llevarlos a la perrera de donde las personas tienen que pagar fianza para sacarlos, cobrarles y hacerles saber que deben mantener a sus perros dentro de su propiedad. Muchos pensaban que era de lo peor, ciertamente.

—Bueno, —dice ella en tono animado —la escuchaste y la salvaste. Nadie salió lastimado. Todo está bien.

—Vas a ir donde tu médico para que te prescriba otra cosa, ¿cierto? Para que supervise lo que estás tomando, porque eso es importante. No puedes olvidar ciertas cosas así como así.

—Por supuesto.

—Preferiría ir contigo —sugiere él. —Solo para asegurarme de que no olvides hacerlo.

Elizabeth hurgó bajo la manta por un momento para cambiar a Juleen de un seno al otro. Enseguida vuelve a la conversación.

—¿Me permites acompañarte? —insiste Leo.

—¿Acompañarme a dónde? 

—¡Al médico!

—Claro —dice ella muy tranquila.

Leo deja escapar un suspiro de alivio; estaba seguro de que ella se iba a poner como loca cuando le sugiriese que la acompañase. De algún modo se estaba entrometiendo en su vida privada, y podría pensar que la consideraba tonta y poco confiable. Pero era la verdad, y a veces conviene aceptarla.

Siguen conversando sobre varias cosas, ninguna de ellas relacionada con bebés y doctores: las noticias, el clima y algún detalle de la vida personal de la vida de ambos. Ella toma el último sorbo del café, termina de amamantar a Julee y abrocha su blusa.

—Has sido muy amable. Gracias.

—No hay problema. ¿Estás en condiciones de ir al médico ahora?

Ella le devuelve una expresión de momentánea sorpresa, luego parece recordar, y asiente. —Sí, supongo que podemos hacerlo ahora.

—¿Cómo se llama tu médico? ¿Recuerdas dónde queda el consultorio?

—Sí. Doctor Marvin. Atiene en el valle.

Leo asiente. —Perfecto, vamos entonces.


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El León Interior

By P.D. Workman

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